jueves, 7 de agosto de 2008

L'ancien lit de grands-parents ou la valeur poétique des choses


Al ir de visita una vez a casa de mis abuelos me fue asignado dormir en la antigua cama que fuera su lecho matrimonial, como dirían los griegos: el tálamo del himeneo, aunque de tálamo y de himeneo al parecer ya no quedaban sino los vestigios de una antigua gloria nupcial en que el vientre abonado de la abuela y la potencia del abuelo habían hecho un gran homenaje a la diosa de la fertilidad, pues ahora aquel camastro más bien parecía un vetusto barco abandonado hacía mucho tiempo en mar abierto, navegando a la deriva y poblado únicamente del polvo y los bichos correspondientes.



El abuelo hacía años ya que había muerto y la abuela no gustaba para nada de dormir en aquella inmensa isla solitaria, se conformaba con un pequeño catre ubicado en la alcoba de junto a la cocina y, pues, no habiendo más sitio en donde acomodar mis bártulos durante mi estadía, no tuve ningún problema en aceptar, igual, era sólo una cama vieja y yo planeaba quedarme allí, por mucho, una semana, ya que mis obligaciones de esclavo en la fábrica de bestsellers donde trabajaba no me daban mucho más tiempo para la familia.

Qué puede pasarme, me pregunté, en tanto la abuela armaba una cumbiamba de sábanas y almohadas que revoloteaban por la habitación mientras me preparaba el lecho con toda la mejor intención del mundo; a lo sumo que me piquen un par de pulgas que, después de todo, resultará una sangría hasta saludable viniendo yo del moridero del que venía.

Sin embargo, esa misma noche, después de recibir las atenciones y cuidados de la anciana, que no cesaba de decir: pero cómo me lo tienen vuelto una piltrafa a este zurrón esa gente de la ciudad (lo cual era cierto), y de recalcarme que dejara el cigarrillo porque eso también era lo que me tenía acabado y no me iba a dejar conseguir novia, una muchacha tierna y hacendosita con la cual casarme, me dispuse a pasar la noche en mi particular retiro, la primera de todas las que pasaría allí y la última en que iba a dormir en aquel vejestorio hechizado. Esa misma noche en que tuve que aprender, muy a mi pesar al principio, pero con mucho agradecimiento después, el valor poético de las cosas.

La historia de aquel objeto me fue revelada poco después de haberme retirado de la mesa, luego de muchas vueltas y contrarrevueltas entre las cobijas, de muchos ires y venires del almohadón que me tuvieron ocupado durante las primeras horas sin hallar la hondonada correcta de aquella superficie sinuosa en que morara el sueño, sobre ese grumoso y duro colchón que más bien parecía contener en sus entrañas los cuerpos secos y apretujados de todas las personas que alguna vez habían dormido sobre él, pues las elevaciones, desniveles y demás protuberancias, gibas y jorobas que lo adornaban, era esa la impresión que me hacían: la de un cuerpo deforme atrapado desde épocas inmemoriales dentro de su prisión de algodón y cabuyas trenzadas.

Podrá sonar muy escabroso y todo lo que voy a decirles pero —a fuerza de imaginarme cosas— tuve que platearme la siguiente pregunta: ¿cuántos habrán nacido, muerto y sido engendrados en esta misma cama en la que yo ahora trato inútilmente de dormirme? Incluso la figura ya decaída de mi padre y por lo tanto la mía propia tienen su origen en este campo de batalla doméstico, donde uno lucha por la vida y finalmente descansa en paz. Además, teniendo en cuenta que la familia engendrada por mis abuelos era, como ya lo dije, de dimensiones bíblicas, el solo hecho de plantearme una posible respuesta me abrumaba.

Incrédulo, impenitente durante casi toda mi vida, en ese momento sentí la necesidad imperiosa de rezar al menos un padrenuestro. Los maderos de aquel navío de ultratumba, a la más mínima contorción de mis músculos, se quejaban con unos ecos casi humanos que se propagaban y amplificaban por toda la estancia gracias al silencio reinante. No pude pegar ojo en toda la noche. Las formas curvadas del cabecero de la cama, primorosamente labradas por algún maestro artesano, semejaban a mi vista serpientes venenosas que se enroscaban y estiraban letal y voluptuosamente, y una especie de óvalo incrustado en el centro mismo de su diámetro se me figuraba el rostro de una medusa o Gorgona que me contemplara lívidamente presta a convertirme en piedra a la más mínima oportunidad.

Finalmente, para impedir que aquello pasara, tuve que levantarme dándome por excusa que hacía demasiado calor (en realidad helaba); no quise entrar de nuevo a la alcoba sino hasta el siguiente día y fue entonces que se me ocurrió que alguna vez tenía que hacer el esfuerzo de poner por escrito todo aquello. La abuela me encontró ya rayando el alba, dormido por fin, en uno de los sillones de la sala y con la desteñida y carrasposa ruana del abuelo por único cobijo; no sé como carajos había llegado a mis manos.

De inmediato le dije que me arreglara cama en otra parte. Dormiré en el piso, en cualquier rincón, eso no importa, exclamé aparentando espontaneidad. Pero —para hacer honor a lo cierto— debo dejar claro que en el fondo no fue por cobardía que no quise volver dizque a dormirme sobre aquella plataforma imantada para atraer fantasmas, fue más bien un sentimiento de veneración supersticiosa, de temor ante la posibilidad de que —sin querer— pudiera yo estar profanando algo sagrado, el que me hizo desistir de intentarlo nuevamente.

En esa cama ya no debería dormir más nadie, le dije a la abuela durante el almuerzo ese mismo día, deberíamos mandarla a algún museo o al menos exhibirla con veladoras en la sala. La abuelita sonrió con picardía y me dijo: ¿no me diga Javiercito que el diablo vino anoche y la halo las patas..? El silencio de mi respuesta fue tan elocuente como mil palabras.

Después de esa corta conversación y como siempre de niño me había pasado con aquella mujer que había dado a luz una decena de hijos y un centenar de nietos, no tuve más que reconocer, como siempre, que la abuela poseía un conocimiento y una sabiduría refinadas que no le venían de sus títulos académicos, pues apenas había terminado la escuela, lo cual, en sus tiempos, era un logro personal sin precedentes para la gente humilde del pueblo de donde ella provenía. No, su conocimiento era el conocimiento de los magos, de los alquimistas que han sabido destilar el más puro germen del amor a través del tiempo y de una convivencia con las cosas en que estas perdían toda cualidad utilitaria… eran, existían con nosotros, en el más estricto sentido de estas palabras, y la abuela lo sabia sin haber tenido que empaquetarse las mil y una páginas de Haiddeger ni los poema-artefacto del amigo Rilke que yo había trasegado febrilmente durante mis años de estudiante tratando de entender la belleza que había oculta en cada objeto. Tal vez por eso desistió, tras la muerte de su esposo, de seguir durmiendo en aquella cama; estaba demasiado cargada, demasiado vivida y llena de experiencia como para seguir usándola simplemente como nosotros usamos el cepillo de dientes o la corbata.

El resto de mi visita trascurrió sin mayores sobresaltos, acompañando a la abuela a la iglesia y a visitar a sus muertos en el cementerio. Creo que subí unos tres kilos en esa semana y estaba más rozagante que nunca. Al final tuve que irme, dejando a esa decrepita ancianita llorando frente a la oficina de pasajes —como siempre lo hacía cuando alguien regresaba para dejarla nuevamente al poco tiempo—.

Se me partía el corazón. Hubiera querido no irme nunca y encerrarme con ella y sus fantasmas en aquel caserón vacío y sosegado donde por fin habría podido dar término a todos esos proyectos juveniles que las circunstancias más amargas de la vida me habían obligado a postergar quién sabe si para siempre, pero sabía que no era posible.

Mi flamante cama metálica, de preciosos tubos esmaltados, estaba esperándome, aséptica y sin vida, en un minúsculo apartamentucho de una ciudad putrefacta.

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